Crítica Cultural

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viernes, 19 de septiembre de 2014

Al infierno se va por atajos




Almendralejo celebró el pasado día de Extremadura la resolución del I Concurso de Pintura Ciudad de Almendralejo “Manuel Antolín”. Cuarenta obras de veinte artistas abrían un espacio en el que la temática era libre. Razón que acompañada de un empujoncito a la cuantía del premio, animó a más participantes que en concursos anteriores.

La pintura es siempre o casi siempre una forma estupenda de abrir espacio. En este caso, para la reflexión que requiere el ser consciente de las sensaciones que suscitan las propias representaciones artísticas. Pinturas, que a través de este concurso, se presentan en un catálogo tan diverso que es complicado saber a qué atenerse. De hecho, si nos ponemos en la piel de un observador no especializado, saber qué tuvo en consideración el jurado a la hora de elegir al ganador, se convierte en misión imposible.

Es inevitable plantearse la supuesta relación entre unas bonitas manchas sobre las que se intuye un paisaje y la hiperrealidad de una imagen que se aleja, a través de la técnica, del trazo del pincel para acabar pareciendo algo menos que una fotografía.

Esta forzada situación entre elementos tan dispares oscurecen los criterios para dirimir al ganador del concurso ¿se valoraría la calidad artística de la obra en cuestión? ¿O por el contrario el acento recaería sobre la técnica? Unos interrogantes que dejarían al descubierto viejos problemas ¿Qué queda en el arte para una pintura basada única y exclusivamente en el despliegue técnico? ¿Acaso el surgimiento de la cámara fotográfica en el siglo XIX y la rápida carrera de las nuevas tecnologías en el sumar píxeles del XXI no han sido suficientes para cambiar los derroteros de una de las bellas artes a la que se dio por muerta con el agotamiento de la mímesis?

El caso es que con el auge de la tecnología en los últimos siglos y una filosofía apaleada por el positivismo academicista de la primera mitad del XX, la pintura habría estado vagando dubitativa en el preguntarse por su propio sentido. Quizá Gerhard Richter nos de alguna pista de lo que ha sido este ir moviendo pintura de un lado a otro del lienzo hasta encontrar esa supuesta esencia que solo el ojo o el bolsillo de unos pocos puede acercar. En este buscar su propio significado, la pintura ha ido deshaciéndose de los complejos que el ser esclava de un mostrar la realidad unilateralmente le habían hecho cargar. Algo que le ha permitido reencontrarse con el trazo del pincel, con el color, con las posibilidades que brotan del corazón diferente de un artista. Se podría decir incluso que al no intentar representar fielmente la realidad, la pintura se humaniza, se reconcilia consigo misma y despliega un catalogo que sería impensable desde el obturador de una máquina.

Esta pintura que abrazó la independencia y autodeterminación puso en juego el ver la realidad de una manera distinta, subjetiva, posibilitando la construcción de un mundo que incluso sirviese para conocer mejor nuestra forma de percibir.

Con todo esto, el concepto de artista muta y se convierte en filósofo y científico al mismo tiempo o simplemente en un ser con la capacidad de ver más y mejor una realidad que a los ojos de una máquina sería mera cuantificación. La pintura es desde aquel momento en el que se la hizo libre, la poesía viva que la filosofía no pudo conservar y acabó por convertir en psicología. Pintar es ver directamente con el cerebro, ese tener un ojo táctil, es la conexión directa entre la sensación y el percepto.

Es por ello que se me antoja imposible obviar todo esto a la hora de elegir al ganador de un concurso de pintura en el que la temática era libre. Porque aunque el espacio abierto por estas cuarenta obras sea puro caos, hay luces que no dejan de brillar ni en la más absoluta nada estética. Y estas son las que deberían haber guiado al intrépido jurado para evitar su naufragio en un cielo en el que más que estrellas había nubes negras.

Cecilio J. Trigo




Publicado en copelacapital

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